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I Concurs literari del taller d'escriptura creativa. 

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Escribir... de Jana Valera. 

 

 

 

Escribir es eso que el tiempo quiere hacer borrar.

 

Escribir porque la voz ya no se oye,

porque el grito ya no tiene fuerza…

 

Escribo por si alguien lo quiere escuchar,

aunque no lo quiera recordar.

 

Escribir para anotar la esperanza.

 

Para construir y derrumbar mi muro de la privacidad.

 

Escribo para admirar los buenos momentos,

y para tomar lecciones de los malos.

 

Escribo para encender y apagar la luz de la creatividad.

 

Para crear, recordar  y olvidar.

 

Escribo para dejar huella en los mares, océanos y cuevas en las que he estado.

 

Para borrar el rastro en los corazones, sensaciones y pasiones en las que me he quedado

 

Escribo para confirmar aquello que quiero en realidad.

Escribo para aspirar a donde no podré llegar.

 

Para soñar en el país de nunca jamás.

Escribir para amar.

 

Premi del I Concurs literari del taller d'escriptura creativa, per a la Júlia Bellet pel text Cenizas. Llibre Llegeix-me de Paula Bonet. 

Él

 

Se sentaba detrás del piano y esperaba a que llegaran las siete en punto. La sala se iba llenando pero él esperaba. Subía la banquilla a su altura, quitaba delicadamente la cinta de terciopelo que cubría las teclas del piano y deslizaba sus dedos por cada una de las notas del instrumento sin que sonasen. Cerraba los ojos y esperaba a oír su voz. Aquella voz. La que le mantenía despierto hasta las altas horas de la madrugada, cuando el restaurante cerraba. Cuando la oía, se frotaba las palmas, observaba cómo las últimas mesas se llenaban y, cuando el reloj de la sala tocaba dulcemente las siete, él empezaba a tocar.Y lo sabía. Sabía que la gente casi no le escuchaba. Sabía que sus manos lo único que hacían era la sutil banda sonora de unas pocas horas de los comensales de aquellas mesas de madera cara. Pocas personas sabían de su existencia. Lo sabía. Pero no le importaba. En absoluto. O de eso quería convencerse. Porque ella tampoco sabía de él.  Pero él sí. Porque no sabía su nombre. Porque no sabía casi de su vida. Pero se sabía su rostro de memoria. Y sabía cada matiz de su voz. Sabía que cuando se ponía nerviosa le salían gallos. Sabía que andaba más rápido con bandejas en las manos  que sin nada. Adoraba aquel pelo imposible que siempre le llevaba problemas entradas las once, cuando ni la laca de marca le podía sujetar aquellos rizos pelirrojos. Y aunque le provocaba frustración, ella no le conocía, ni siquiera sabía que existía. Y es que a él no le importaba ser un total desconocido hasta para su jefe. Eso no le importaba. Solo quería que, cuando él no estuviese en la sala, alguien se diera cuenta. Y cada día,cada noche,  deseaba que ese alguien fuera ella. Y cuando aquel día salió por la puerta del servicio, le pareció que ella, que había bajado las escaleras antes que él, se había girado para mirarle. Pero enseguida se quitó aquella idea de la cabeza Ella no le conocía. De nada. Nada.

 

 

 

 

Ella

 

Cuando faltaban cinco minutos para las seis, salía de casa con el uniforme del restaurante bien planchado y doblado en el bolso. Se subía al bus con los auriculares puestos a medio volumen. Se ponía un auricular en la oreja derecha y el otro lo dejaba colgando por fuera del bolsillo. No podía andar por la calle sin saber si alguien le estaba gritando, o avisando de algo. Bajaba a la quinta parada. Caminaba siempre por la acera del medio de la avenida y pasaba siempre por las mismas calles. Los mismos bares, los mismos vecinos a la puerta de sus respectivos edificios  peleando sobre el ruido de las noches. Los mismos paseadores de perros. Y llegaba a la gran puerta del restaurante. Aquella puerta forjada en plata bañada en oro. Pero continuaba andando hasta llegar a la puerta de hierro oxidado del personal. Y vuelta a la misma monótona rutina. Saludar a Héctor, el conseje. Subir treinta y tres escalones de piedra por la húmeda escalera de caracol. Hasta el segundo piso. Entrar al vestidor de detrás de la cocina. Se encontraba siempre a la camarera que estaba allí por su cara bonita y que más que trabajar, lo único que hacía era repasar constantemente su móvil, haciendo ver que pretendía que nadie le viera. Y ya eran las seis y cuarenta y cinco minutos. Cogía los manteles y ponía tres mesas: la veintitrés, la quince y la nueve. Sus mesas. Y ya eran las siete. Ordenaba que se abrieran las puertas. Y como siempre, a medida que se iba llenando, él empezaba a tocar. Como siempre. Nadie lo sabía, pero ella escuchaba cada una de las notas que él tocaba con aquellos dedos. Prestaba atención a todo lo que hacía. Hasta mientras llevaba tres bandejas en las manos tenía tiempo de escucharle. Se sabía de memoria su rostro y sus trajes con los que él se sentía tan incómodo. Y le encantaba ver como se arremangaba las mangas de la americana para estar más cómodo. Pero era muy frustrante. Porque sabía que él no se fijaba en ella y en su indomable melena pelirroja. Sabía que a él no le daba tiempo para fijarse en ella. A nadie le daba tiempo de nada. Y menos a él.  Y aquel día, unos segundos después de abandonar el edificio y escuchar los pasos ligeros de él, se giró y le miró. Y él la miró a ella. Y por un momento, le pareció ver en los ojos de aquel chico una cosa imposible. Muy imposible. Demasiado imposible.

 

 

 

 

 

 

 Berta Valera

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