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Instrucciones para llorar, de Julio Cortázar. 

 

Dejando de lado los motivos, atengámonos a la manera correcta de llorar, entendiendo por esto un llanto que no ingrese en el escándalo, ni que insulte a la sonrisa con su paralela y torpe semejanza. El llanto medio u ordinario consiste en una contracción general del rostro y un sonido espasmódico acompañado de lágrimas y mocos, estos últimos al final, pues el llanto se acaba en el momento en que uno se suena enérgicamente. Para llorar, dirija la imaginación hacia usted mismo, y si esto le resulta imposible por haber contraído el hábito de creer en el mundo exterior, piense en un pato cubierto de hormigas o en esos golfos del estrecho de Magallanes en los que no entra nadie, nunca. Llegado el llanto, se tapará con decoro el rostro usando ambas manos con la palma hacia adentro. Los niños llorarán con la manga del saco contra la cara, y de preferencia en un rincón del cuarto. Duración media del llanto, tres minutos.

 

Instrucciones para subir una escalera, de Julio Cortázar. 

 

Nadie habrá dejado de observar que con frecuencia el suelo se pliega de manera tal que una parte sube en ángulo recto con el plano del suelo, y luego la parte siguiente se coloca paralela a este plano, para dar paso a una nueva perpendicular, conducta que se repite en espiral o en línea quebrada hasta alturas sumamente variables. Agachándose y poniendo la mano izquierda en una de las partes verticales, y la derecha en la horizontal correspondiente, se está en posesión momentánea de un peldaño o escalón. Cada uno de estos peldaños, formados como se ve por dos elementos, se sitúa un tanto más arriba y adelante que el anterior, principio que da sentido a la escalera, ya que cualquiera otra combinación producirá formas quizá más bellas o pintorescas, pero incapaces de trasladar de una planta baja a un primer piso. 

 

Las escaleras se suben de frente, pues hacia atrás o de costado resultan particularmente incómodas. La actitud natural consiste en mantenerse de pie, los brazos colgando sin esfuerzo, la cabeza erguida aunque no tanto que los ojos dejen de ver los peldaños inmediatamente superiores al que se pisa, y respirando lenta y regularmente. Para subir una escalera se comienza por levantar esa parte del cuerpo situada a la derecha abajo, envuelta casi siempre en cuero o gamuza, y que salvo excepciones cabe exactamente en el escalón. Puesta en el primer peldaño dicha parte, que para abreviar llamaremos pie, se recoge la parte equivalente de la izquierda (también llamada pie, pero que no ha de confundirse con el pie antes citado), y llevándola a la altura del pie, se le hace seguir hasta colocarla en el segundo peldaño, con lo cual en éste descansará el pie, y en el primero descansará el pie. (Los primeros peldaños son siempre los más difíciles, hasta adquirir la coordinación necesaria. La coincidencia de nombre entre el pie y el pie hace difícil la explicación. Cuídese especialmente de no levantar al mismo tiempo el pie y el pie). 

 

Llegado en esta forma al segundo peldaño, basta repetir alternadamente los movimientos hasta encontrarse con el final de la escalera. Se sale de ella fácilmente, con un ligero golpe de talón que la fija en su sitio, del que no se moverá hasta el momento del descenso.

 

 

El paraíso era un autobús, de Juan José Millás. 

Él trabajó durante toda su vida en una ferretería del centro. A las ocho y media de la mañana llegaba a la parada del autobús y tomaba el primero, que no tardaba más de diez minutos. Ella trabajó también durante toda su vida en una mercería. Solía coger el autobús tres paradas después de la de él y se bajaba una antes. Debían salir a horas diferentes, pues por las tardes nunca coincidían.
      Jamás se hablaron. Si había asientos libres, se sentaban de manera que cada uno pudiera ver al otro. Cuando el autobús iba lleno, se ponían en la parte de atrás, contemplando la calle y sintiendo cada uno de ellos la cercana presencia del otro.
      Cogían las vacaciones el mismo mes, agosto, de manera que los primeros días de septiembre se miraban con más intensidad que el resto del año. Él solía regresar más moreno que ella, que tenía la piel muy blanca y seguramente algo delicada. Ninguno de ellos llegó a saber jamás cómo era la vida del otro: si estaba casado, si tenía hijos, si era feliz.
      A lo largo de todos aquellos años se fueron lanzando mensajes no verbales sobre los que se podía especular ampliamente. Ella, por ejemplo, cogió la costumbre de llevar en el bolso una novela que a veces leía o fingía leer. A él le pareció eso un síntoma de sensibilidad al que respondió comprándose todos los días el periódico. Lo llevaba abierto por las páginas de internacional, como para sugerir que era un hombre informado y preocupado por los problemas del mundo. Si alguna vez, por la razón que fuera, ella faltaba a esa cita no acordada, él perdía el interés por todo y abandonaba el periódico en un asiento del autobús sin haberlo leído.
      Así, durante una temporada en que ella estuvo enferma, él adelgazó varios kilos y descuidó su aseo personal hasta que le llamaron la atención en la ferretería: alguien que trabajaba con el público tenía la obligación de afeitar-se a diario.
      Cuando al fin regresó, los dos parecían unos resucitados: ella, porque había sido operada a vida o muerte de una perforación intestinal de la que no se había quejado para no faltar a la cita; él, porque había enfermado de amor y melancolía. Pero, a los pocos días de volver a verse, ambos ganaron peso y comenzaron a asearse para el otro con el cuidado de antes.
      Por aquellas fechas, él ascendió a encargado de la ferretería y se compró una agenda. Entonces, se sentaba tan cerca como podía de ella, la abría, y con un bolígrafo hacía complicadas anotaciones que sugerían muchos compromisos. Además, comenzó a llevar corbata, lo que obligó a ella, que siempre había ido muy arreglada, a cuidar más los complementos de sus vestidos. En aquella época ya no eran jóvenes, pero ella comenzó a ponerse unos pendientes muy grandes y algo llamativos que a él le volvían loco de deseo. La pasión, en lugar de disminuir con los años, crecía alimentada por el silencio y la falta de datos que cada uno tenía sobre el otro.
      Pasaron otoños, primaveras, inviernos. A veces llovía y el viento aplastaba las gotas de lluvia contra los cristales del autobús, difuminando el paisaje urbano. Entonces, él imaginaba que el autobús era la casa de los dos. Había hecho unas divisiones imaginarias para colocar la cocina, el dormitorio de ellos, el cuarto de baño. E imaginaba una vida feliz: ellos vivían en el autobús, que no paraba de dar vueltas alrededor de la ciudad, y la lluvia o la niebla los protegía de las miradas de los de afuera. No había navidades, ni veranos, ni semanas santas. Todo el tiempo llovía y ellos viajaban solos, eternamente, sin hablarse, sin saber nada de si mismos. Abrazados.
      Así fueron haciéndose mayores, envejeciendo sin dejar de mirarse. Y cuanto más mayores eran, más se amaban; y cuanto más se amaban más dificultades tenían para acercarse el uno al otro.
      Y un día a él le dijeron que tenía que jubilarse y no lo entendió, pero de todas formas le hicieron los papeles y le rogaron que no volviera por la ferretería. Durante algún tiempo, siguió tomando el autobús a la hora de siempre, hasta que llegó al punto de no poder justificar frente a su mujer esas raras salidas.
      De todos modos, a los pocos meses también ella se jubiló y el autobús dejó de ser su casa.
      Ambos fueron languideciéndose por separado. El murió a los tres años de jubilarse y ella murió unos meses después. Casualmente fueron enterrados en dos nichos contiguos, donde seguramente cada uno siente la cercanía del otro y sueñan que el paraíso es un autobús sin paradas.

© Juan José Millás

Pasos encadenados que acaban dibujando un círculo, de María Chamón. 

 

Tren con destino Linares, sale por la vía 4, son tres con cincuenta, por favor. Tenga su billete y su cambio, le informó con tono de contestador el tipo desaliñado que ocupaba, a diario, la misma taquilla. Colgó el cartel y cerró la ventanilla. Volvería en diez minutos.

 

Una vez tuvo el dinero en el bolsillo de nuevo, el último cliente que viajaría en el tren hacia Linares comprobó su billete y se dirigió a su andén dejando olvidada su maleta repleta de documentos firmados. Antes, confirmó la hora echando un último vistazo a aquel reloj que coronaba las calles inundadas de viajeros entretenidos en su propio trayecto. Le quedaba aún media hora, tenía tiempo para un último café, eran tan solo las cuatro y media.

 

El reloj sentía los ojos hipnóticos de la joven de la trenza y el abrigo de cuadros clavados en su frontal. Aquella muchacha, sentada en el banco más apartado de la estación, intentaba, sin éxito, acelerar los minutos usando la fuerza de su mirada. Para su tren aún quedaba al menos media hora y la espera le iba a resultar eterna. Demasiado tiempo muerto, lograría arrepentirse de su huída y daría marcha atrás. Sin embargo, consiguió distraerse con algo que la retiró de su poderosa relación con el tiempo.

 

Paseaba silencioso, sin rumbo fijo y arrastrando la escoba en una mano y el recogedor repleto de porquería en la otra. El barrendero cojeaba, y el sonido de su andar era arrítmico y descompasado. Se acercó apresurado a la mujer del sombrero para devolverle un pañuelo que se había escapado de su cuello por culpa del aire. Recibió un escueto agradecimiento y siguió con su rutina, sumido en una profunda tristeza.

 

Andaba de prisa, después de agradecer el gesto al humilde barrendero, se recolocó el sedoso pañuelo alrededor del cuello y siguió su ruta con paso firme. Alternaba los tacones marcando un ritmo casi militar, aunque con la elegancia propia de la alta sociedad. Retiró el pelo de su cara con la mano derecha, la que estaba libre de anillo, para poder cruzar la mirada con el joven del maletín que parecía estar ausente de la conversación de su excéntrica señora.

 

Se fijó en su penetrante belleza que llegó a él como una auténtica flecha. Harto de escuchar los ladridos de una esposa a la que no quería y pensaba abandonar en cuanto subiera al tren con cualquier excusa, dejó volar su ardiente imaginación hasta una vida en común con aquella joven de mirada desafiante a la que acababa de desnudar con tan sólo intuir su aroma.

 

Ajena a los obscenos sentimientos de su marido, la infeliz esposa se quejaba de los retrasos constantes que sufría la estación. Le soltó bruscamente el brazo y se acercó al tipo del silbato y la gorra, parecía ser un cargo importante dentro de aquel ajetreo. Dispuesta a echarle la caballería por encima y desahogar así en él el malestar generado por algo más que por unos minutos de retraso, se plantó delante y alzó la mano con cierto nivel de indignación.

 

El jefe de estación se deshizo de aquella loca y desmesurada mujer fingiendo una urgencia en el andén número dos. Se sentía terriblemente cansado de ser la diana de las quejas constantes de insatisfechos clientes que le alcanzaban exigiendo puntualidad inglesa en la estación más caótica de un país en crisis. Se encerró en su despacho y decidió cerrar los ojos y descansar. Un repentino golpe en la puerta lo alertó.

 

Manuel era un simple oficial de estación pero debía avisar al jefe cuanto antes. Tenía que informarle de lo que estaba sucediendo en la taquilla principal. Uno de los vendedores de billetes no aparecía por ningún lado. Había decidido colgar un cartel en su taquilla avisando que regresaba en diez minutos. Habían pasado más de veinte y sospechaban que pasaba algo extraño.

 

Nadie conocía demasiado a Pedro, era trabajador, poco amable con la gente a la que atendía y se caracterizaba por tener un tono de voz algo robotizado, más parecido a la máquina expendedora que a alguien de trato humano.

 

Jefe y oficial accedieron al vestíbulo por la puerta de atrás. Uno con más entusiasmo que otro, se detuvieron para interrogar a algún compañero. Nadie sabía nada. El tipo había dejado su puesto de trabajo hacía más de media hora. Revisaron los lavabos, la cafetería y preguntaron en el quiosco sin obtener respuesta.  El jefe sugirió al joven empleado que ocupara él el puesto vacante. Ya se encargaría de Pedro más adelante, cuando diera señales de vida, eran ya las cinco de la tarde.

 

El reloj de la estación presidía aquel romántico desorden. Era testigo de cada uno de los detalles que acontecían, actuaba como espía autorizado de una rutina que atormentaba a quien formaba parte de ella. Fue testimonio del abandono de una maleta por parte de un padre apresurado, se sintió incómodo con la mirada obsesiva de una muchacha con el pelo trenzado, apreció que aquel día el barrendero andaba más lento de lo habitual, presenció el coqueteo descarado de una bella y entrometida bruja de ojos penetrantes con un hombre temporalmente casado, incluso aplaudió el descaro de una infeliz señora que se dirigió al jefe de estación con un amenazante dedo en alto.

 

Pero de repente se detuvo. Dejó de marcar el tiempo. Decidió detener el compás de la estación tan sólo un segundo después de atender con mirada fija y aislada de todo lo demás, como el joven Pedro, el taquillero del vestíbulo principal, se precipitaba a la vía desde el andén número cuatro. Había decidido poner fin a una existencia que carecía de sentido. Se dejaba atropellar.

 

Le pasaba por encima un tren. Iba destino Linares.

 

Como dos gotas de agua

 

Cuando nace, la gota todavía no sabe que dentro de dos segundos se aplastará contra la pica

de la cocina. Ilusionada, resbala por la última curva de la cañería y saca la cabeza por la

desembocadura del grifo. La luz de los fluorescentes la deslumbra. Se siente como la pasajera

del tren que, después de haber concentrado la mirada en un largo túnel, sale finalmente a cielo

abierto. Llena de curiosidad, se detiene en la boca del grifo. La inercia hace que se tambalee y

que, después de un leve balanceo, caiga al vacío. Durante los primeros milímetros de esta

trayectoria -iniciada con más esperanza que no convencimiento- la invade el vértigo. Volar la

estimula tanto como pasar desapercibida. En efecto, su presencia no modifica el orden de una

cocina que, a pesar del esfuerzo del decorador por convertirla en la expresión de la familia que

se sirve de ella, todavía se parece demasiado a la fotografía del catálogo que la inspiró. A

parte de los muebles y de los acabados, prevalecen algunos detalles no previstos en el

proyecto inicial: el olor de un caldo recién hecho y, aferrados a la puerta de la nevera, imanes

de la familia Simpson que sujetan el menú de la escuela de un niño que, justo ahora, mientras

la gota descubre el placer de lanzarse al vacío, se atraganta en el comedor del colegio con un

hueso de pollo. La distancia entre el grifo y la pica es de un palmo y medio, un trayecto tan

corto como el rato que la gota tardará en recorrerlo. No pierde el tiempo: filtra la luz de los

fluorescentes y refleja la esfera del reloj, que asiste a un nuevo cruce, histórico, de las saetas.

Comparado con cuando todavía formaba parte de una corriente, el presente le parece

fascinante. A primera vista puede que no se le note, pero si aumentáramos la imagen de la

gota, si la paráramos y la reprodujésemos en tres dimensiones y le diéramos movimiento (un

movimiento virtual, se entiende, estructurado sobre una hipótesis secuencial a escala ampliada

y por ordenador), detectaríamos el latido casi imperceptible de una emoción basada, por una 

parte, en la inconsciencia del peligro que supone la caída y, por otra, en la falta de información

sobre el propio entorno. La cadencia, por ejemplo: una gota cada tanto, siempre el mismo

tanto, como en una carrera ciclista contrarreloj. O el descubrir que el hecho de que un grifo no

cierre bien o que, a causa de la erosión de la junta, gotee, pueda cambiarle la vida y provocar

que, una vez convertida en gota, aquel trayecto, banal en apariencia, se transforme en

privilegio. Como una frontera, la parte alta de la pica marca el último tramo. El horizonte,

inmediato. A medida que cae, la gota aumenta de peso, de volumen y de tensión interna. Le

cuesta mantener una forma esférica. La inercia le estira la piel. Tanto, que le gustaría ser de

mercurio. El paisaje se oscurece. Desde un punto de vista humano, todo pasa muy deprisa. Para

la gota, en cambio, este rato contiene parte de la vejez y toda la madurez. El tiempo necesario

para olvidar lo que ha vivido más recientemente y recordar sólo los primeros tiempos de la

vida: para reconocerse en la gota que, con más atrevimiento que ella, empieza a sacar la

cabeza por el mismo grifo. Se parecen como dos gotas de agua, comprueba. Y tiene la

impresión de que el haber visto a aquella hija (o hermana), justifica haber vivido un viaje que

se acaba tal y como estaba previsto: chof. La gota estalla y se esparce en mil pedazos que,

indiferentes al tacto de acero inoxidable de la pica, vuelven a reunirse, ya no en forma de gota

sino de salpicadura, nada, un hilo raquítico que, después de esquivar el escollo de restos de

aceite de girasol, se cuela-blop-aspirado por el agujero.

 

Sergi Pàmies. Del libro “Si te comes un limón sin hacer muecas”.

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